
Me gusta el ajedrez. No me gusta jugarlo, me gusta el juego. Es una imitación de un sistema social humano que tiene los actores más comunes sobre los que nos informamos todo el tiempo.
La cantidad de partidas posibles en ajedrez es finita. Por supuesto que hubo matemáticos que trataron de estimar este número, y encontraron que es alrededor de diez a la algo bastante grande: 10123,

La realidad, en cambio, es completamente diferente: los escenarios rara vez están tan definidos, no hay reglas, la cantidad de actores es inestimablemente mayor y cualquiera de ellos tiene muchos más grados de libertad (habrá quienes más y quienes menos en función de sus recursos, aunque no se si esta diferencia es tan significativa), y los actores condicionan sus comportamientos entre sí más allá del casillero adonde están parados (fuente, este último apartado, de increíble cantidad de incertidumbre, con herramientas tan poderosas como las mentiras). Con esto se puede clasificar como falaz cualquier predicción del futuro a largo plazo, y a cualquier bola de cristal, aparato o persona (léase astrólogos, cartomancistas, quiromancistas, *istas) que haya sido utilizado para obtenerla.
Me siento un poco como Felipe. Cuando analizo los comportamientos de los seres que me rodean para determinar cómo debo actuar la complejidad del asunto es tal que sencillamente me olvido del por qué de la conclusión a la que había llegado. De a uno todo más o menos bien, de a dos ya mi cerebro se sobrecalienta, y de a trés o más explota y me quedo callado, para tratar de intervenir lo menos posible. Entonces me doy por vencido, me superan, no los entiendo, me olvido de la conclusión que quién sabe si útil o fútil.
Por eso hoy no hay conclusión. Vos, lector de este post (lector liviano o pesado, no importa) sos parte de un sistema social que me afecta, así que ojo con lo que hacés.
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