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12 mayo, 2012

A decir verdad

La pileta era la misma de todo los veranos. La pintura azul simulaba el mar, o el cielo reflejado en él. El borde permitía caminar sin resbalar, y transmitía un agradable sentimiento de textura sobre la planta de los pies. El ingreso a ella debía ser tranquilo, como el resto del día. La gente que estaba alrededor lo sabía, incluso Ringo.
Una vez empapado de ese agua mi propia imagen era muy parecida a Pink en el film/ópera The Wall. Pensar que el líquido que me rodeaba había acariciado y lavado las pieles de todas las personas en ella me dio náuseas por unos segundos: no quería estar allí, y sin embargo, era inevitable. Ahora que lo recuerdo a la distancia terrenal y temporal pienso en la fuerza de gravedad que ejerce la sociedad y la soledad.
Por suerte estaba Ringo. Ringo era un experto escapador. Siempre tenía la clave para, hasta en las situaciones más aburridas y agobiantes, encontrar la hendija por donde tirar el humo. Como suele suceder con estas personas, y con la mayoría de los animales americanos, era un noctámbulo: salía de cacería con el atardecer, muchas veces recién despertado, y volvía al mediodía. Era la compañía ideal para un taciturno como yo. Su arte de magia era provocar locura donde solo habitaba la templanza; es decir, en los pueblos.
Al sur del recinto había un bar que siempre contaba con cerveza helada y unos tragos no tan afortunados. Tal como siempre que íbamos, al bajar un poco el sol nos fuimos a sentar en las blancas instalaciones plásticas del mismo. Comentábamos que qué loco que un lugar así habían tocado los Swayzak hacía unos días, y lo bueno que estaba Himawari. Y ahí, justo en ese momento y como un refusilo, apareció.
Rubia, alta, flaca, tetona, y mirona con desdén. Su aura era una aspereza en la planta de los pies. Me levanté y me dirigí a la salida. Me perseguía. Mientras veía cómo se acercaba notaba más y más su cara de decepción. No era el que ella deseaba, pero me deseaba. Yo no podía parar de caminar. Cada vez que sentía su mirada en mi nuca temía que me haya alcanzado, pero eso nunca pasaba. Me disturbaba tanto su mirada que corrí hasta la esquina para quitármela de encima. Cuando doblé el rumbo, ya no estaba más. -El destino tiene cara de hereje -me dije, no porque tuviese sentido, sino porque quedaba bien.